Por: Leticia del Rocío Hernández
Vamos a empezar por el principio, porque a final de cuentas por ahí es por donde se empieza: la palabra gorda o gordo, es un adjetivo que según la Real Academia Española se utiliza para referirse a una persona de abundantes carnes, o a un objeto que excede el grosor corriente. El asunto es que esta palabra, como muchas otras de nuestro extenso vocabulario, bien puede utilizarse ya sea para describir o referirse a una cualidad particular de una persona, o para insertarla en un discurso donde la sola mención de la palabra es un insulto, ya sea por el tono utilizado, la forma o el contexto.
En estos días mucho se ha hablado de la gordofobia, del respeto a los cuerpos ajenos, de la necesaria educación de los medios, de trastornos de la conducta alimentaria, de posicionarse a favor o en contra de un influencer, de la conveniencia de no enaltecer ciertas personalidades… y la lista puede seguir, porque sin duda es larga. Y también podemos hablar de experiencias y puntos de vista personales respecto al tema, y entonces aquí admitiría que durante muchos años una de mis principales preocupaciones fue mi peso, sin estar plenamente consciente que en ese tiempo mi peso era el correcto, pues no estaba ni por encima o debajo del indicado para mi edad y estatura; sin embargo, a mi alrededor constantemente escuchaba pláticas que giraban, principalmente, en torno a dietas y la necesidad de estar más delgada para la fiesta de sutana o la boda de perengana. Y entonces, en mi pensamiento una idea estaba presente todo el tiempo: necesitaba bajar de peso. ¿Cuánto? Lo que fuera, pero que se notara que había bajado de peso.
También podría mencionar que durante casi una década, mi talla y por tanto mi complexión era mucho menor a la que actualmente tengo, lo que ha provocado más de un comentario de admiración sobre mi versión más delgada, por supuesto, sin saber que la imagen que está ahí puede hablar de muchos kilos menos, pero lo que ahí no de una autoestima resquebrajada y una salud mental frágil, no menos frágil que mi salud física, sostenida por apenas una media comida al día, refresco de dieta y muchos cigarros.
Puedo también mencionar que no fue hasta que recuperé mi peso y un poco de mi salud mental que pude ser madre, y que ya que nació mi hijo mi cuerpo no volvió a ser el mismo: es y está mejor, mejor para mí y con eso me basta. No obstante, ha habido quien ha tenido el atrevimiento a opinar sobre mi talla, por ejemplo, cuando después de una mala práctica médica que me hizo consumir cantidades importantes de cortisona esa talla aumentó, y hubo quien me dijo “te ves más gordita, pero no importa, así me gustas”.
Casi olvidaba la cereza del pastel: aquella bonita ocasión en que acababa de conocer a los papás del novio de una amiga, invitada a compartir el festejo de cumpleaños del novio en cuestión. Mientras la señora preparaba los alimentos, mi amiga mencionó que yo no consumía carne, y es que en aquel momento yo era vegetariana. Los papás del novio, sorprendidos, me preguntaron qué era lo que comía, y en algún punto intervino la señora para decir algo del tipo: “pues qué bueno que eres vegetariana, porque si comieras de todo, ¡imagínate cómo estarías!”.
Podría escribir un ensayo sobre esas experiencias personales que ahí están, guardadas en un cajón del archivo mental tan lleno de cosas bonitas y otras no tanto. Y sí, a veces alguno de esos comentarios o vivencias logra asomarse cuando me pruebo unos nuevos jeans, o mientras camino, incluso a veces cuando estoy preparando mi comida. Volteo, saludo el recuerdo, y sigo con lo mío. Estoy sana, mi cuerpo ha resistido muchas batallas y vaivenes físicos y emocionales, y estoy infinitamente agradecida con él; pero llegar a este punto me ha costado años de mucho trabajo personal, y eso fue posible gracias a que tuve el apoyo, el recurso y los medios.
Y aún cuando puedo decir en voz alta las palabras que acabo de escribir sin que se me quiebre ya la voz, me hubiera gustado, Dios, ¡cómo me hubiera gustado!, que durante mi infancia las pláticas de mi madre giraran en torno a sus muchos logros profesionales y no a su talla; que en mi pubertad y adolescencia no me saludaran cada Navidad con un “te ves muy repuestita”, ni con un “mira qué bonita estás así delgada”; que en el transcurso de mi carrera las personas cercanas a mí me preguntaran si tenía dudas sobre mi futuro, si me estaba gustando tanto la carrera como lo había imaginado, si quería publicar lo que estaba escribiendo, en lugar de preguntar la razón por la que no estaba más delgada si era vegetariana, o si ya había probado la dieta de tal o cual. Y en aquellos años en que mi vida se consumía en cajetillas de cigarro, hubiera sido de lo más reconfortante que se refirieran a mí en función de mis logros, incluso de mi carácter, no de mis dimensiones corporales.
Porque, volviendo al principio, así como la palabra gorda es un adjetivo también lo es la palabra flaca; pero ambas son palabras para resaltar positiva o negativamente, un aspecto físico de una persona que está viviendo una experiencia terrenal en una forma multidimensional, pues no somos solo cuerpo: somos mente, cuerpo y espíritu; y somos también el amor que recibimos y el que entregamos, las experiencias que nos conforman y que moldean nuestros pensamientos, el resultado de milenios de evolución, de historias familiares inconclusas…; y si me animo a resumirlo en una frase, somos seres infinitos e ilimitados, no solo una visión de nuestra corporalidad. Porque en los ojos de fulano puedo ser lo más cercano a la perfección, y en los ojos de alguien más puedo ser simplemente una mujer más, excedida de carnes y carente de ideas; pero ninguna de las dos visiones define lo que soy. Entonces, ¿por qué insistir en mantener una conversación tan pobre y vacía al hablar del volumen de un cuerpo que ni siquiera es nuestro?
Y lo más importante: las infancias escuchan, atentamente, todo lo que a su alrededor se dice, y a veces suena con más fuerza lo que se calla. Con nuestros comentarios respecto a nuestro cuerpo y cuerpos ajenos, estamos construyendo la forma en que esas personitas se perciben a sí mismas, ya sea desde el rechazo a su cuerpo, o al respeto y amor infinito a su propia corporalidad. Esta es la conversación que deberíamos estar sosteniendo, aquí es donde necesitamos enfocar nuestros esfuerzos.